sábado, marzo 17, 2007

Presencias, espíritus, demonios

El martes 13 vi un fantasma. Me di cuenta de su condición apenas se me apareció, porque tenía una sustancia diferente al resto de los mortales: brillaba con una luz blanquecina a la vez que estaba como borroso entre la gente. Conversamos un poco mientras caminábamos, y comprobé que sólo yo lo veía. No existía para los otros transeúntes, mientras que a mí se me había aparecido una cierta cantidad de veces, la mayoría provocándome un sólido pavor y dejándome asustada por el resto del día. Al fin y al cabo, eso es un fantasma: un espíritu que anda por ahí, y uno sabe bien que existe, pero se hace el boludo y lo ignora; cada tanto, sin embargo, nos hace una visita y nos deja bien cagados en las patas. Yo conocía bien a mi fantasma, y por primera vez me gustó tenerlo cerca. Decidí que, como Casper, era un fantasmita amigable, atrapado en cierta historia, pero bueno, inofensivo; un fantasmita simpático que ya no podía hacerme mal.
El miércoles 14 –el día– me agarró más desprevenida. Tanto que se hizo jueves sin pedir permiso. La escenografía y los efectos estaban dados de maravilla para ambientar una película de terror: lluvia torrencial, encuentro con el espíritu, escape a un lugar algo desolado y definitivamente desconocido. El protagonista no se da cuenta de que el fantasma lo sigue a dónde sea que vaya. Qué tonto, sube la escalera pensando que huye del asesino, cuando en realidad lo único que hace es arrinconarse aún más. Si uno es su propia casa (siempre me pareció preciosa esa metáfora, aunque a decir verdad, ¿qué metáfora no es preciosa?) mi fantasma del miércoles vuelto jueves sería algo así como un Poltergeist: el tipo convive con vos bajo tu mismo techo y hace pequeñas travesuras adolescentes, pero en general no te rompe demasiado las pelotas. A menos, claro, que a vos se te ocurra molestarlo. Error gravísimo. De ahí, la perdición. Consejo de experta: nunca, pero jamás de los jamases hay que hacerse enemigo del propio fantasma.
El jueves 15 tomé un tren en una estación que conocía bien. Con sólo pararme en el andén un escalofrío de advertencia me recorrió el cuerpo. Apenas subí al vagón lo vi. Me vi. Ahí estaba parada yo, en mi versión fantasma. Un yo que ya no soy, con la expresión convencida de tomar ese tren por razones más heroicas que las que ponían al yo de carne y hueso en aquel lugar. Le costaba llegar a agarrarse de la arandela plástica –no que a mí me sea tan fácil, pero en estos años me convertí en una petisa encubierta–. Quise hablarle, decirle que ese viaje no haría historia, que aquel amor iba a desvanecerse como tantos otros y dar lugar a lágrimas nuevas. No me escuchó. Supuse que de verdad le gustaba tomar ese tren en esas mañanas de haber dormido poco, flotando en la fantasía onírica de conservar, de no perder absolutamente nada.

En una casa destruida y grisácea vive, sola, una vieja. La imagen está en el inconsciente colectivo: la vieja de los gatos, que saca todos los días unos recipientes generosos de leche y carne picada, esperando que el maullido de los felinos –su única compañía– venga a darle calor y a cambiar su de otro modo estoica rutina. Nunca pude confirmarlo, pero estoy casi segura de que en la casa de la vieja habitan espíritus. Y ella se queda para siempre encerrada en esa casa de fantasmas conocidos, y vive tranquila y en paz, pero en el fondo de su corazón, todo lo que desea es salir, y conocer todo lo temible que habita en este mundo, y por primera vez sentir miedo, verdadero miedo.

miércoles, marzo 07, 2007

Estar nominada

Pasa algo grave. Yo viajé. Anduve gitana mucho tiempo, más de lo que se considera una vacación. Estuve en Perú, en Ecuador y en Colombia, y fue un viaje verdaderamente increible. Comí frutas deliciosas que nunca antes había probado. Me tiré de un puente atada con un arnés. Tuve mucha, muchísima diarrea, lo cual eventualmente me dejó internada tres días en un hospital de la selva ecuatoriana. Estuve en la playa más perfecta del mundo. Conocí gente de todos lados. Me enamoré de un hombre en cada destino, y especialmente me enamoré mucho de mí misma. Todo eso pasó de verdad. Hay fotos que pretenden dar testimonio de ello.
Después volví a Buenos Aires, y recordé que tenía un blog. Quiero llenarlo de ideas, o escribir alguna boludez a lo sumo, pero desde mi regreso no pude volver a tocarlo. Quiero solamente compartir mi pesar con la comunidad. Es como si estuviera mirando Gran Hermano: es una vida, sí, pero todo en realidad me resulta sutilmente irrelevante.

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