La vergüenza
La imagen, un hombre joven que sostiene un telefonito de los más viejos (con pantalla naranja, sin tapita, y ni soñar con cámara, mp3, bluetooth, etc.) provoca, interpela y asusta. “¿Tu celu te da vergüenza?”, pregunta el texto en una tipografía cool que algún diseñador seleccionó con premeditación y alevosía. La cabeza del chico está cubierta por una bolsa de papel marrón.
La historia de este país nos enseña que una capucha es algo más que la “pieza puntiaguda que llevan algunas prendas de vestir en la parte superior de la espalda”. Y si no lo hemos aprendido ya, deberíamos hacerlo pronto.
Apelar a la foto de una cabeza cubierta para vender algo en la Argentina modelo 2008 puede ser dos cosas igualmente preocupantes: una repugnante provocación o la desmemoria punzante que duele y ocupa más lugar –vacío– que el recuerdo.
La vía pública, espacio ciudadano si los hay, es un ámbito para circular libremente. Atrás quedaron, por suerte, y tras mucho sudor y sangre, los tiempos donde la calle no era de todos porque la mano dura de las fuerzas represivas hacía desaparecer cuerpos, ideas y proyectos.
La publicidad que invade nuestras veredas y contamina el entorno visual que arma el telón de fondo de nuestra vida, es el nuevo enemigo silencioso. En democracia, la dictadura del consumo esgrime mecanismos más sutiles pero de igual potencia ideológica.
Con la cabeza tapada es imposible ver la pantalla del teléfono, que viejo o nuevo, puede de igual manera comunicarnos o perdernos en el aislamiento del que escribe un mensaje de texto y se choca con los otros transeúntes. Y, peor aún, puede perderse uno de ver el mundo y los ojos de los otros, esa pantalla que muestra más que ninguna otra.
Quizás algunos se identifiquen con aquel afiche. Sospecho que son unos cuantos. A mi lo que me da vergüenza no es mi celu, sino una publicidad como ésta. Pero no voy a taparme la cabeza ni dejar que nadie me la tape. En cambio, voy a abrir los ojos, y mirarla a la cara.
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