La inversión sentimental

Somos seres finitos. Es indefectible. Transcurrimos en días de 24 horas que empiezan y concluyen una y otra vez sin darnos un minuto de changüí. Nuestro cuerpo tendrá también su fin, y entonces ya no existiremos.

¿Pero todo en la vida se termina? ¿Hay un límite para aquello que podemos dar?

En un capítulo de Sex and the City, el personaje de Samantha -libertina, hipersexuada- sufría porque por primera vez no podía acabar. "¿Habré tenido demasiado sexo? ¿¿Me habré gastado todos los orgasmos??", se preguntaba, aterrada.

¿Y el amor? ¿Se acabará también algún día? Los sentimientos, ¿son moneda de cambio? Y cuando los tenemos, ¿hay que cuidarlos, o es mejor tirar la casa por la ventana?

Están los que ahorran en euros. Otros siguen fieles al dólar, pase lo que pase con los mercados internacionales. Hay quien cambió el plazo fijo por la caja de seguridad del banco.
Y algunos sólo confían en el polvoriento recoveco de abajo de su colchón, donde en el descuido tantas veces ha quedado traspapelado algún austral en medio de dos resortes.

Después habemos los despilfarradores, los poco precavidos, los que bebemos ese último trago, tomamos ese taxi que nos deja la cuenta en rojo, o hacemos ese viaje inolvidable para el que le pedimos un préstamo hasta a nuestra tía abuela. Los que ponemos todas las fichas en un número cruzando los dedos para que salga, aunque la estadística, siempre mezquina, diga que quedaremos quebrados y secos y volveremos a casa cabizbajos y con las manos vacías.

Toda inversión sentimental tiene tres patas: rentabilidad, seguridad y liquidez. Privilegiar una implica resignar las otras dos. Elegir dónde invertir requiere la consideración cuidadosa de qué se desea obtener, y la tranquilidad para no desesperar si todo sale mal.

Quien ha perdido todo su amor en una mesa de dinero, sabe que lo único sensato es levantarse y empezar a ahorrar de nuevo.