jueves, abril 12, 2007

Poesía urbana

"Y es tan ciega la ciudad que no nos vemos..."

Mucho de lo que pasa por este blog está atravesado por la experiencia de vivir en Buenos Aires. Las obsesiones, banalidades, fetiches y minucias de la vida de una chica judía de Caballito en busca de algún tipo de felicidad no son las mismas, supongo, que las que desvelan a una cordobesa evangelista. Y si algo define la experiencia porteña es la particular configuración de su transporte público. Bondis hay en todos lados. Los platenses les dirán micros, pero estar, están. Lo que tenemos en exclusiva los creídos habitantes de esta urbe es el gloriosísimo subterráneo.
Amo el subte. Amo leer la tapa de la Barcelona en el quiosco de revistas mientras espero que venga. Amo el primer y el último vagón, en especial cuando están casi vacíos. Amo estudiar y resaltar (el colectivo se mueve demasiado). Amo el vientito que me vuela el pelo cuando me paro al borde del andén.
Pero lo que más amo es el modo en que el subte lo obliga a uno a ponerse los huevos donde van. Me explico: el bondi circula por fuera. La ciudad es un zoológico y las bestias están sueltas; se pueden ver bichos de todo tipo y por sobre todo hay mucho color. En el subte no. El subte es gris, oscuro, monótono. No podemos hacernos los boludos, o fijar la vista temerosa en la guía T como si buscar la altura de una calle fuera una cuestión de vida o muerte. Jamás te perderías de un gran amor en el subte, porque la escenografía es tan fea que los actores se aferran a la vida mirándose a la cara.

Una vez en el bondi me colgué mirando una abeja. No sé qué hacía ahí adentro el bicho, pero era gigante. Fue un momento mágico. La loca luchaba sin éxito contra la ventana, tratando de escapar. Se daba una y otra vez contra el vidrio; bastante desesperante. Es raro que la belleza se condense en un 55, y yo no soy egoísta con la poesía. Quise compartirlo con alguien, pero me di cuenta de que era la única persona observando el espectáculo. Después una chica arreglada para su trabajo de oficina vio la abeja, se asustó y la espantó con la mano. Banalización del arte, y de vuelta al sopor.

En el subte hace calor. Mucho calor. Obviando la naturaleza material del asunto -el subte es como un animalejo que hiberna durante el invierno (y todo el año es invierno)-, creo que es algo más. Es el calor humano de la interacción.
El bondi es como un tubo. Por unos módicos 80 centavos uno adquiere condición de fluido: entrás por adelante, te vas moviendo lentamente y salís por la puerta de atrás. Es insoportable, pero innegablemente prolijo. Como agua, la gente se acomoda y ocupa todo el espacio disponible. Siempre le estás dando la espalda a alguien. A un chico lindo lo vas a relojear de perfil, o a lo sumo le podrás mirar el culo.
El subte es un bardo. Se entra y se sale por las mismas puertas, lo que implica bocha de toqueteo. Desorden. Pogo. Quedaste face-to-face con un neo-hippie que carga la funda de algún instrumento musical, te querés hacer la interesante y en tus auriculares librados al azar aparece justo un mp3 de Britney. Oops. Igual, qué hermoso es, por dios.

"Y es tan redonda la ciudad que nos caemos..."

En Toronto, Canadá, hay una sola línea de subte, que describe una trayectoria circular. ¿Puede haber más poesía? Me imagino una historia de miradas entre una chica medio punk y un estudiante universitario que lee a Sartre, los dos fascinados con el otro, no se bajan, y el tren sigue su recorrida, y de tanto dilatarla terminan en la estación donde habían subido; él le sonríe a ella, y se bajan.

Soy judía (y de Caballito), pero suelo comprar las estampitas que venden en el subte A. Hace tiempo que llevo conmigo al Gauchito Gil, y aunque no estoy muy segura de su santidad, sí le concedo que es un copado. El otro día venía yo pensando todas estas cosas cuando subió a mi vagón una mujer y me puso en la mano una imagen de Santa Lucía. Me pareció que era una clara señal para que me dejara de joder con la poesía urbana y la cortara un poco con tanta promiscuidad imaginaria. Tiempo de parar de soñar con que algo muy grosso pase en el subte. Le di una moneda y guardé a la Santa en la billetera. Seguí viaje bastante desencantada. Un par de estaciones después me tocaba bajarme y al levantarme, como de costumbre, miré al asiento para no dejarme nada olvidado. Fue ahí cuando vi en el piso la estampita del Gauchito Gil. Qué boluda, se me cayó cuando puse la otra. Bajé a los pedos, se me cerraba la puerta. Abrí la billetera para guardar mi casi perdido amuleto y me sorprendí. La estampita encontrada no era la mía, sino que era igual a la mía. Sonreí. Alta poesía. Guardé las dos estampitas juntas, cara a cara, en el bolsillo secreto de mi billetera, y salí a la calle.

Etiquetas: ,