Crecer no es ser más grande
es mucho más que eso
Crecer es ser más libre
Crecer es ver más lejos
Crecer es ser los dueños de nuestros propios sueños
Es intentar el riesgo aunque toquemos fondo
de ser más parecidos a lo que en verdad somos
(sí, estoy citando a Chiquititas)
Este año cumplí veintitrés. No fue uno de esos cumples deprimentes. Se sabe: el onomástico es una fecha clave en el año, donde uno hace un balance de los últimos doce meses, se pregunta seriamente si está yendo por el camino correcto, y necesariamente termina marcando una crucecita en el debe o en el haber. No hay mucho que decir. A la hora de soplar las velitas, no hay grises. Está todo bien, o está todo mal.
Repito, éste fue un buen cumpleaños. Lo pasé en casa cenando con la gente que de verdad me importa. Disfruté. Sonreí. Todo estaba bien en el mundo. Pero al día siguiente, me cayó la ficha: veintitrés está más cerca de los veinticinco que de los veinte. Oficialmente, estoy grande. No más adolescencia para mí, por si quedaba alguna duda.
Y a decir verdad, crecer no es tan malo. Últimamente es raro que vuelva a casa a las ocho de la mañana después de una noche de fiesta y descontrol, pero no porque mi edad no lo permite, sino porque en realidad ya no es lo que quiero. Pero si la adolescencia es un período de parranda, confusión y acné, la niñez es el tiempo de los juegos, del descubrimiento, de forjar lo que uno es. Me pregunto si con el crecimiento también perdemos la inocencia, esa parte de chico que habita en cada uno de nosotros.
¿Habita, dije, o habitaba? ¿Dónde se fue nuestra infancia? En el jardín, cantábamos eso de que si usted tiene muchas ganas de aplaudir, tiene la razón, y no hay oposición, entonces no se quede con las ganas. Ahora, por alguna razón, parece ser más difícil. ¿Qué nos pasó en el camino? Sin darnos cuenta, nos subordinamos a los horarios, jefes, fechas de finales y deseos de los otros. Por momentos, parece que perdimos el norte, y por si fuera poco ya no podemos ponernos caprichosos y pedirle llorando a mamá que nos compre una brújula.
Y mientras seguimos desorientados, lo único claro es que el mundo sigue avanzando más rápido que nunca, y todos los relatos de la infancia han caído. No hay lugar hoy para el romanticismo del príncipe buscando desesperadamente a Cenicienta para devolverle el zapatito. ¿Para qué molestarse en salir de casa, si es mucho más fácil mandar un mail a todos sus contactos avisando que lo encontró? Por estos días, la malvada reina no necesita envenenar a Blancanieves para ser la más bella. Le alcanza con extensiones y unas inyecciones de botox. Caperucita no tiene que internarse en el peligroso bosque para ver a su abuelita, ahora se conforman con el videochat. Y Hansel y Gretel, perdidos y asustados porque un parajito se comió las miguitas de pan que habían dejado para marcar el camino, no tienen más que sacar el celular y llamar a su papá para que los venga a buscar.
Es innegable: saber que ya no podemos creernos ciertos cuentos da mucho miedo. Pero también abre el juego. Que caigan los relatos que construimos para narrarnos a nosotros mismos, quiere decir que tenemos por delante una hoja en blanco y el propio deseo como único timón para reescribirnos.
La infancia era el tiempo en que todavía no sabíamos que el Payaso Plin-Plin y el Feliz cumpleaños tenían la misma melodía. Quizás sea bueno perder la inocencia, porque significa que no podemos seguir haciéndonos los tontos.
Ahora estamos grandes, y en el mejor de los casos sabemos a qué suena la canción que cantamos. Qué hacemos con ese conocimiento, es otra cosa. Tal vez nos hagan falta unos años más para dilucidarlo. Pero mientras tanto, podemos seguir festejando que crecemos, y cada año soplar las velitas en una enorme torta de chocolinas, rodeados de la gente que elegimos y haciendo mucha fuerza para que se cumplan nuestros tres deseos.