Voy al gimnasio tres veces por semana. Una clase divina: body combat. Mucho salto, mucha piña, mucho gancho, mucho "upper", patada lateral, salto en tijera y esas cosillas. Recordé que podía transpirar a lo grande, y también que tenía un cuerpo juvenil capaz de hacer cosas más desafiantes que echarse a vegetar. Hasta ahí una maravilla.
La cosa es que yo no voy al gimnasio como el resto de los mortales. Moverme, me muevo. Pero no puedo evitar observar a las personas y sumergirme en apasionantes reflexiones mientras sigo las coreos como una autómata: ver quién es amiguito de quién, fijarme a qué minitas se chamuya el profesor y cuáles se lo quieren levantar a él, captar la peleíta interna entre mi profesor y el de la clase anterior (qué suele pasarse de horario con el estiramiento), y toda una serie de boludeces de espíritu similar que aplacan a esta ávida cabecita mientras la otra parte de mi persona intenta mejorar mi estilo de vida.
Aunque lo intente, no puedo ser una mina normal. Cuando muevo el culo, lo hago en forma de estudio sociológico.
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