sábado, diciembre 23, 2006

La realidad y el mito

Pensé mucho acerca de qué divide la realidad del mito. Responderme que aquello era lo incomprensible fue mi primer salida fácil. Comprendemos perfectamente que Papá Noel no existe, pero aún así armamos el arbolito y año a año nos embarcamos en la liturgia navideña. ¿Dónde está la línea entonces?
Hace unos días me pregunté seriamente qué es lo que quería respecto de cierta situación confusa. Claridad no hubo, pero en la búsqueda una palabra no dejaba de estrellarse en mis oidos con la insistencia de esos hombres a los que una no ama: realidad. Quiero realidad. No supe inmediatamente de qué se trataba esa certeza, hasta que una conversación posterior me encontró discutiendo acerca de los sentidos y dirimiendo en una trágica fantasía cuál de ellos resignaría si fuera un asunto de vida o muerte. Descarté la vista y el oido inmediatamente, por ser los sentidos que conectan al hombre con su entorno. El tacto y el gusto, por su parte, jugaban un rol clave en los contactos más íntimos; familia, amigos, romances. El olfato quedó último.
Entonces volví a pensar en Papá Noel. Podemos convivir con un mundo en que todo es mito; la gran diva de la televisión, el chico hermoso del boliche, y así para todo y para siempre. Pero la realidad está en el tacto, en los verdaderos encuentros, en los refugios que uno construye con los otros para ser.
El mito, entonces, no descansa sobre lo incomprensible, sino sobre lo inaprehensible, lo que no podemos tomar entre manos para armarlo, desarmarlo y buscarle la vuelta. La diferencia es un abismo.
Hace algunas noches fui a una fiesta. Estaba bailando desinteresadamente, alimentando el mito de que todos la pasamos bien en las fiestas. En un momento se me acercó un muchacho que no conocía y me tomó por sorpresa. Me dijo: Hola, vos sos Lula. Yo soy Papá Noel... No pude más que abrazarlo. El encanto se había perdido, pero por alguna razón todo se volvió más interesante.

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lunes, diciembre 18, 2006

¡Y quedó más linda que nunca!

Con el verano a las minas se nos impone un tema de agenda mucho menos agradable que la pileta, la playa o los romances estivales: la depilación. ¿Alguien me quiere decir quién carajo inventó eso de la depilación? No hay una metáfora más perfecta de todas las cosas de mierda que tiene esta puta vida: te depilás porque mañana te vas a una quinta y cuando te despertás te encontrás con el alerta meteorológico más jodido del año; te hacés pierna entera y cavado profundo gritando como una cerda en ese cubículo caluroso, todo porque esperás que a la noche se te de con el chabón ese que hace como un mes te venías chamuyando, y cuando finalmente lo ves está más frío que el glaciar Perito Moreno y no da señal alguna de que se aproxime el rompimiento. Esa es la depilación preventiva: sufra, que en una de esas su vida mejora, ¡y no vaya a ser que esté peluda para la ocasión!
La depilación definitiva es todavía más patética: pagar un dineral para sufrir durante 784.952 sesiones y después, cuando ya está todo lisito lisito, ponernos melancólicas porque extrañamos nuestros pelos, compañeros de aventuras en momentos de soledad. Las mujeres somos cambiantes... ¿qué pasa si nos hicimos la definitiva y después nos volvemos hippies y se nos da por viajar de mochileras al medio del Amazonas? Una hippie sin pelos no es una verdadera hippie. Siempre estamos incompletas, o demasiado completas para el caso. Será que somos complicadas... odiamos nuestros pelos pero amamos dedicarle horas al vicio de la pincita.
Yo en esta vida lo probé todo, me dejé las axilas a la europea, implementé la gilette, la crema depiladora, y hasta en un día de furia me compré una de esas maquinitas que "¡¡arrancan el pelo de raiz por semanas!!". Ahí abajo llegué a hacerme la loca con un simpático corazoncito, una selva tropical y hasta el bigotito del Fuhrer para espantar a los cobardes.
La depilación me duele, me indigna, me hace llorar. Es hora de combatir ese estúpido mito de que es más higiénica (?). Los pedazos de cera que quedan pegados por todos lados dicen lo contrario.
En dos semanas voy a tener que depilarme de nuevo. Ya estoy quejándome desde ahora. En este tiempo tendría que ir a la pileta, coger desaforadamente o ponerme polleras muy cortas para que valga la pena el suplicio. Si no, no voy nada. El pelo está ahí por algo, para proteger al hombre de las amenazas externas. Y cuando digo hombre, me refiero a la mujer también. Se viene una legión de mujeres oso, y yo voy a ser la primera. Me dejo los pelos, como armadura, como símbolo de protesta, y fundamentalmente porque estoy harta... Además, seguro que Juana de Arco y Juana Azurduy eran peludas.

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jueves, diciembre 07, 2006

La sagrada manía

No soy genial. No tengo pretensiones de serlo. Un genio es un tipo solitario. Todo está en su cabeza, o al menos en los confines de su casa. Pienso en Kant, y la locura de no dormir, el balde de agua que mediante un complejo sistema había ubicado sobre su silla, de modo que si se quedaba dormido y el brazo agotado de plasmar sus ideas en papel finalmente caía, el mecanismo se accionaba empapándolo y obligándolo a retomar la impostergable tarea. Para ser un Kant hay que tener ímpetu, estómago, y un enorme autoconocimiento. Hay que estar prácticamente loco. Einstein por ejemplo no salía de su cuarto cuando se le ocurrían las ideas reveladoras. No hablaba con la mujer, era maltratador y malhumorado como pocos. A gente así me la imagino grandiosa, quieta como un busto de mármol en la plaza de la historia. En mi fantasía hay un foco sobre ellos, una lámpara de lava que ilumina sus escritos, y el resto está oscuro. Más allá de ellos no hay nada.

Aquí escribo mis manías. Delirios inconsistentes, fantásticas elucubraciones que me despierta el viaje cotidiano. Buenos Aires es mi musa, y mis escenarios son los subtes, los colectivos, las calles y sus singulares habitantes. Nada surge de mi cabeza por generación espontánea. Me siento viva, entera, y verdaderamente yo cuando hablo con alguien más. No hay en mí una idea que no haya sido creada por el pulso de otra vida humana.

Entro al blog como quien abre la puerta de un templo. Me saco los zapatos y hasta a veces el sombrero en tanto más me alejo de mi misma y me encuentro con los otros. Las plegarias piden siempre más palabras. Y hasta tengo mi propio mantra: “Estimado lector, se lo ruego, hágame explotar”.

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